Navegar... tierra adentro

Navegar marea. Los que somos de tierra adentro y de una generación ya casi obsoleta, nos mareamos aún más. Pero no hay que perder el tren (ni el barco), y enfundados en un ridículo salvavidas nos lanzamos también a tan moderna tarea. Dicen que navegando se descubren mundos, que ya nada existe sin internet, que todo cuanto hay o es posible se puede encontrar en ese fantástico e ilimitado mundo.
Y debe ser así porque le fiebre naviera ha calado hondo. No se habla de otra cosa, no se concibe el mundo sin ello. Pero algunos, ya digo, nos mareamos, nos perdemos sin brújula en ese maremagnum de direcciones, servidores, enlaces y lenguajes. Y no llegamos a puerto alguno.
Hay, claro, excepciones. La información de cine, por ejemplo. Existen lugares en los que encuentras los más extravagantes datos sobre famosos desconocidos, citas de proyectos futuros, referencias a películas olvidadas. Y corremos los cinéfilos a la consulta, olvidando ya libros y enciclopedias, donde la información se duerme, queda estática y a veces inútil.
Pero, ¡ay! ¿qué ocurre cuando el dato cibernético es erróneo? ¿Cómo transmitir la información correcta para que no se propague más el error? Cansado estoy ya de enviar aclaraciones tratando de rectificar lo que falsamente se atribuye a tal o cual director o actor español. Las fuentes informativas son soberbias y tardan siglos en atenderte. Y, mientras tanto, en ese oleaje mareante, se establece la duda. Si se perciben errores en lo que uno conoce bien, ¿cómo dar por buena el resto de la información?
Ya sé, ya sé que serán excepciones. Y que la maravilla técnica superará seguramente esos fallos. Pero mientras tanto, los vaivenes de la navegación aumentan el mareo, la duda, la lejanía del puerto seguro. El regreso al hogar del libro se impone.
Dicen también que otros prodigios son posibles. Charlar con desconocidos/as, ligar, inscribirse en asociaciones privilegiadas, enviar mensajes con la rapidez del viejo rayo, alterar los planes secretos de las superpotencias... Y que el mundo cambia con esas libertades. Que lejos de censuras y cortapisas, se crea una nueva era.
Pero, bueno, en aquellos lejanos tiempos en que las cartas servían para contactos (“chico de quince años amante del cine sueco desearía correspondencia con otros de similares características”; “joven coleccionista de muñecas hinchables desearía intercambios”; “vendo cuna sin estrenar”; “me faltan los programas de mano de las películas de Rita Hayworth y me sobran los de Rock Hudson”...) también se establecían relaciones, menos rápidas y nerviosas, pero igual de insensatas. Tengo un amigo gordito que se enamoró con este sistema. Conocimos luego a la moza, muda, estática, que sólo hablaba a través del teclado. Belinda cibernética.
Perdonen el escepticismo de antiguo pastor en tierra. A veces, cuando la curiosidad provoca o urge el descubrimiento de un dato, me suelo perder también por esta navegación simbólica. Y, siempre con la ruta equivocada, pierdo miles de millas en llegar a tierra en un bos-que en el que abundan las inu-tilidades, la publicidad, la información partidista...
El cansancio llega antes que la información requerida. Encontrar la bibliografía de Hemingway es detenerte en cientos de pequeñas informaciones inútiles, en direcciones de clubes, en propaganda de librerías, en venta de fotos y artículos. Al final, acaba uno importándole poco qué escribió aquel señor, que en ocasiones lo hacía a mano.
Hacen falta cursos para los torpes si éstos no tienen la suerte de tener amigos amables que te ayuden con el timón. A la torpeza seguramente congénita se suma la sensación frustran- te de que uno ya no es de este mundo.
A lo mejor resulta que no hay por qué aprovecharlo todo, que se puede prescindir de tantas facilidades y limitarse al uso estricto de aquello que a uno puede interesarle. Conformarse con lo simple, con lo facilón. La navegación sería entonces más calmada, sin ajetreos, de distancia corta. Sin zozobras. Aunque uno se quede sólo en el prólogo de la nueva era y no pueda alternar como se debe.
Una vieja desconfianza me impregna y es la de pensar que tanta novedad no tiene por qué contradecir el mantenimiento de viejas ideas, de informaciones tendenciosas, de la misma aterradora manipulación que encerraban ya las enciclopedias, los periódicos, las televisiones o el correo...
Seguramente todo esto es injusto y sólo producto de la ignorancia. Pero me han dejado explicarlo aquí y, quizá por dar la nota (desafinada), con el tácito apoyo de un par de longevos colegas, dicho queda. Para aliviar la resaca del mareo.

Diego Galán, (Director de Festival de Cine de San Sebastián)

Viñeta publicada el 20 de febrero de 1870 en La Flaca n.º 35 Tendencias

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